viernes, 25 de marzo de 2011

MUERE DESTACADO LÍDER DE LA IGLESIA PRESBITERIANA DE CUBA

Omar Marén Turcaz: la intensidad de una vida





Por CARLOS R. MOLINA RODRÍGUEZ

Matanzas (CUBA) | 25/03/2011





A Omar Marén, en memoria del camino recorrido



«Temprano levantó la muerte el vuelo…»

—Miguel Hernández





EL MES DE MARZO HA SIDO, últimamente, una fecha luctuosa para los presbiterianos cubanos y, por extensión, para toda la iglesia en la Isla. Hace un año, el jueves 11 de marzo de 2010, moría Isaac Jorge Oropesa, ilustre y afamado maestro. Ahora marzo nos ha llevado uno de sus más queridos discípulos: Omar Marén Turcaz, líder natural y pastor de gran nombradía. Su vida, consagrada al liderazgo activo en su iglesia en los últimos años, fue truncada de modo incomprensible cuando apenas había dado sus primeros frutos. Su repentina muerte ha consternado a muchos dentro y fuera de Cuba. Desde hacía años, quizás décadas, la partida de un joven líder no conmocionaba a la iglesia cubana de tal modo. El azar ha querido que su muerte acaeciera en circunstancias similares a la de Jacobo Reyes, también líder juvenil y presidente de la Unión Nacional de Esfuerzo Cristiano, quien falleció a raíz de un trágico accidente el 28 de julio de 1935, en el poblado matancero de Coliseo.



Nacido en Guantánamo el 30 de octubre de 1976, muy pequeño se instaló junto a su familia en La Habana, lugar donde se crió y estudió ingeniería en telecomunicaciones en la CUJAE —Centro Universitario José Antonio Echeverría—, pero no llegó a graduarse. Ya en su juventud entró en contacto con el presbiterianismo, y en el año 2000, al reconstituirse la Juventud Presbiteriana de Cuba (JUPRECU), fue nombrado presidente del Comité Ejecutivo Nacional. Al año siguiente ingresó en el Seminario Evangélico de Teología, en Matanzas, donde en 2004 obtuvo la licenciatura en teología. Fue ordenado presbítero el 25 de junio de 2005, y en la misma fecha fue instalado como pastor de la iglesia presbiteriana de Santa Clara.



Durante su breve y eficaz ministerio, desempeñó, entre otros, los siguientes cargos: presidente de la Comisión de Política Eclesiástica de la Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba; miembro del Concilio General; presidente del comité director del Campamento Nacional de la Iglesia Presbiteriana (CANIP), y secretario ejecutivo del Presbiterio del Centro. Si bien nadie puede negar su liderazgo denominacional, tampoco se puede obviar su contribución en el ámbito ecuménico. En el fondo, el éxito de su fecundo ministerio estuvo en haber sabido aunar lo mejor de la tradición reformada con la noble estirpe de su iglesia, anclada en figuras ejemplares como Evaristo Collazo, Ezequiel Torres, Ferreol J. Gómez, Edelmira Cuesta, Francisco García, Alfonso Rodríguez Hidalgo, Carlos Camps Sierra, Elsa Hernández y otros. Todos ellos, a golpe de esfuerzo y constancia, soñaron y lograron una iglesia mejor.



Conocí a Omar a mediados de 1998, en los predios de la Primera Iglesia Presbiteriana de La Habana. Desde entonces y hasta su muerte, mantuvimos una relación afectuosa —aunque no íntima— marcada por esperanzas y sueños, dudas e incertidumbres, y silencios y notorias lejanías. Apelo al recuerdo y aparece en mi memoria la imagen de aquel muchacho de mirada intensa e infundada premura, siempre dispuesto a soltar una risotada. Me parece verlo llegando, sudoroso, a la oficina del maestro Isaac; o conversando con su pastor, Héctor Méndez; o poniendo solícito en mis manos el más reciente número de Palabra Nueva. Años más tarde, fuimos condiscípulos en las aulas del Seminario Evangélico de Teología, en Matanzas. Allí compartimos nuestros libros, ampliamos la pasión por los temas históricos, y nos unió la devoción a Rafael Cepeda. Sobre este prohombre de la iglesia, escribió luego un trabajo de investigación como requisito para la obtención del grado de licenciado en teología.



Me impresionó Omar por su perspicacia y madurez. Notablemente, era más resuelto y ambicioso que algunos de los pastores coetáneos, y con su tesón y mentalidad creativa alcanzó mucho de lo que se propuso. Nunca fue, sin embargo, el arquetipo de arribista de la iglesia actual. Me impresionó el sentido crítico de su pensamiento, su inconformidad con el presente de Cuba, y la fuerza de sus convicciones más íntimas. Por tal razón, le alerté sobre el peligro que se cierne cada vez con mayor intensidad sobre nuestra generación, de repetir los errores de quienes nos precedieron, de hacer concesiones a cambio privilegios, y de contemporizar con el poder civil y eclesiástico por un puñado de promesas.



Desde la época en que nos conocimos, seguí directa e indirectamente la evolución de su ministerio. Él lo hizo a la par con mi labor investigadora. Ambos sufrimos, de distintas maneras, críticas y reproches. Con ello adquirimos conciencia de que tal es el precio que se paga cuando no se es indiferente ni se vive en perenne autocensura. También me impresionó, junto a la inmediatez con que laboraba —y que a veces le impedía retocar su obra—, su avidez de conocimientos, su afán por mantenerse informado y su ilimitada capacidad de brega. Por tales razones, siempre que estuvo en mis manos compartir con él libros e ideas, lo hice gustosamente.



Recuerdo que en ocasiones le expresé que me incomodaba que algunos colegas nuestros dijeran mentiras para obtener verdades. También hablábamos con perplejidad de Cuba y de la iglesia, donde tal y como en la fábula yoruba del film Guantanamera, «nadie moría, los viejos no cedían el mando y los jóvenes vivían asfixiados». Él siempre reía estruendosamente, espetándome una arenga que aquí no debo ni quiero repetir.



Tengo de él, por otra parte, un recuerdo agradecido con el que cargaré mientras viva, pues Omar supo ser, en los últimos años, el pastor entregado y consciente de mi familia, a quien no le faltó su amor, su comprensión y su ayuda en los buenos y los malos momentos. Su iglesia en Santa Clara vivió tras su llegada un renacer y emprendió una nueva época con ánimos renovados. Difícil le será aceptar su ausencia; muy fácil le resultará recordarle.



En estos amargos días, quienes lo conocimos lo recordaremos como alguien entrañable y valeroso. Seguramente lo tendremos presente con sus aciertos y con sus errores, con su pueril capacidad de asombro, con su eventual prepotencia, con su desenvoltura y su risa contagiosa, y también con sus maneras impropias.



Pasará mucho tiempo sin que podamos entender su última jugada; continuaremos pensando que se trata de alguna de las suyas, y seremos capaces de consolarnos. Sobre todo, porque aún resta mucho por hacer, y porque a pesar de su muerte, la vida continúa, aun para él.





Carlos R. Molina Rodríguez (Santa Clara, Cuba, 1976) es profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario Evangélico de Teología, en Matanzas. Su actividad investigadora y editorial se ha centrado en temas históricos del protestantismo cubano, especialmente la obra misionera, la educación teológica ecuménica y el pensamiento protestante del siglo XX.

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